Franco Volpi
Universidad de Padua
Traducción del italiano Ivana Costa.
Resumen:
El texto intenta ofrecer una panorámica de los aspectos fundamentales del pensamiento de Nicolás Gómez Dávila y dar así una imágen del pensador que se aleja de los convencionalismos en que a veces ha caído. Describe las ambiguedades propias del escritor sobre todo a través de la contradicción espíritu-carne, recurrente dentro de la obra, y por la cual es posible evidenciar los caracteres de una metafísica sensual y un erotismo que se contraponen a la rigidez e imágen granítica de la ortodoxia más ferrea a la cual paradójicamente tambien pertenece.
Palabras clave: escepticismo, erotismo, aforismo, trascendencia.
Abstract:
The text tries to offer a panoramic of the fundamental aspects of the Nicolás Gómez Davila though and to give therefore an image of the thinker who moves away of the convencionalisms in which sometimes has fallen. It mainly describes the own ambiguities of the writer through the contradiction spirit-sensualism, recurrent within the work, and by which it is possible to demonstrate the characters of a sensual metaphysics and an eroticism that it’s opposed to the rigidity and granitic image of orthodoxy to which paradoxicalally he also belongs.
Key words: Skepticism, erotism, transcendence, aphorism.
Entre pocas palabras es tan difícil esconderse
como entre pocos árboles.
Hay escritores que aparecen inesperados, sin anunciarse por nada ni nadie. Solitarios que se sobreponen a lo imprevisto, intempestivos e irregulares y, por esta razón, inconfundibles e inimitables. Por lo que escribe y por cómo escribe, el colombiano Nicolás Gómez Dávila pertenece por derecho a este grupo, y en el panorama literario y filosófico de la América latina contemporánea constituye un personaje más único que raro.
Luego de la afortunada edición de Adelphi de una primera parte de sus Escolios a un texto implícito –publicada con el título italiano de In margine a un testo implicito (Adelphi 2001) – se convirtió en un caso literario y sus aforismos han sido traducidos por todos lados en el mundo. Al cumplirse una década de su muerte, en 2004, los diarios Frankfurter Allgemeine Zeitung y La Repubblica le dedicaron un amplio retrato para recordarlo (ambos textos con mi firma), y también en Colombia, donde hasta hace poco su nombre sólo circulaba en el marco restringido de los amigos y compañeros de tertulias, ha sido repentinamente recuperado. El 27 de julio de 2004, invitada por la hija Rosa Emilia y por el editor Benjamin Villegas, la aristocracia bogotana se dio cita en el Museo El Chicó para conmemorarlo, reflexionar sobre su obra y dar cuenta de su singular fortuna. Allí nació, entre otras cosas, la idea de volver a publicar íntegramente el corpus de sus aforismos, ya inconseguibles en las ediciones originales, y de reunirlo en un cofrecito que fue realizado al año siguiente (Obra Completa en cinco volúmenes, con un volumen mío de introducción: El solitario de Dios, Villegas Editores, 2005).
En cuanto a la biografía de Nicolás Gómez Dávila, puede resumirse en tres palabras: «Leyó, escribió y murió». Nacido en Bogotá el 18 mayo 1913, a los seis años se trasladó con su familia a París, beneficiándose así de una formación humanística de primer orden, aprendiendo las lenguas antiguas y modernas y adquiriendo familiaridad con los clásicos. Tras regresar a su patria a los 23 años, se retiró a una vida apartada, dedicándose a la escritura y a la lectura, o mejor, a la que era para él la única cura contra el tedio de la existencia: la biblioterapia. En una gran sala de su casa de estilo Tudor, en el barrio Nogal de Bogotá, se ubicaba la imponente biblioteca con la literatura y el pensamiento de la vieja Europa. Allí, Colacho» –así lo llamaban sus amigos– se entretenía hasta lo más profundo de la noche, leyendo, meditando y anotando en lápiz sobre cuadernos verdes sus propios escolios, pensando en un libro ideal, “implicito”, que sólo se sentía capaz de imaginar. Murió en Bogotá el 17 de mayo de 1994.
Jardín sin entradas
En sus aforismos, toma forma un universo de pensamiento que se presenta como un recinto cerrado, un jardín sin entradas, en el cual no hay tránsito racional ni inferencia lógica que sirva para ingresar. La única manera para hacerlo es subirse a su ideario siguiendo el hilo de la empatía, compartir intuiciones y visiones, simpatías e idiosincracias, preferencias y anatemas. El único apoyo heurístico es provisto por el mismo Gómez Dávila, involuntariamente, en un volumen editado por iniciativa de su hermano Ignacio, él también escritor, con el simple título de Notas (primer volumen, Mèxico 1954, el segundo nunca se escribió). Se trata de un laboratorio de apuntes, observaciones, máximas, recuerdos y juicios, reelaborados más tarde en los Escolios. Desde el punto de vista del autor, un simple ejercicio preparatorio olvidable; para nosotros un atisbo precioso para espiar el atelier del escritor, observar desde el nacimiento sus movimientos y sus resquicios creativos, entender su espíritu, reconocer y ver madurar su inconfundible estilo construido alrededor de fulminantes efectos lingüísticos y mentales. En suma, es la clave –especulativa, poética y a ratos personal y biográfica– para ensimismarse en la perspectiva gomezdaviliana y entender su visión del mundo y su original teoría del aforismo.
Palabras que nacen del silencio
Acerca de la vocación exclusiva de Gómez Dávila por este género de escritura breve y elíptica poco agregaré a lo que ya he escrito en el ensayo que acompaña a los Escolios. Concisión y condición paradójica del aforismo son ventajas que se vuelven útiles al escritor colombiano, convencido como está de que las complicaciones del pensamiento pueden hallar espacio en la simplicidad de una frase, y que «la totalidad del universo existe tanto en el universo entero como en cada uno de sus aparentes fragmentos » (Notas, 310).
Al adoptar este estilo –que una larga tradición, desde Hipócrates a Nietzsche, ha plasmado y reducido hasta convertirlo en «la expresión verbal más discreta y más vecina al silencio» (Notas, 17)– Gómez Dávila elige algunos modelos que son los que mejor se le asimilan. Su secreta preferencia corresponde, probablemente, a Joseph Joubert. La sutil alusión, la escritura refinada, la religiosidad delicada del desconocido amigo de Chateaubriand resultan congeniar con él de tal modo que a veces su pluma parece mojada en la tinta del mismo tintero. Los une el genio de la brevedad, la maldita ambición de meter siempre un libro entero en una página, una página entera en una frase y esta frase en una palabra: quien escribe aforismos no quiere ser leido sino aprendido de memoria. Lo que distingue a Gómez Dávila son las tintas más fuertes, la sistemática búsqueda de la sentencia contundente, el entimema preferido a la máxima argumentada y al razonamiento completo. El quiere, en definitiva, el cortocircuito que electrice al pensamiento y empuje la imaginación al anudar las simples frases en un todo, como si fueran toques cromáticos de una pintura puntillista. La suya es una «filosofía pointilliste: se pide al lector que gentilmente haga la fusión de los tonos puros» (Notas, 332).
Pero hay más. Para Gómez Dávila adoptar el estilo mínimo del aforismo significa darse una disciplina, adoptar una regla de vida, obedecer a una estética de la existencia. «Estas notas no aspiran a enseñar nada a nadie, sino a mantener mi vida en cierto estado de tensión» (Notas, 319). Practicada en forma mínima, con sobriedad, concisión, ascesis, borrando las ideas intermedias e inútiles, la escritura se convierte en una manera para afrontar la tarea desnuda de vivir: «Anhelo que estas notas, pruebas tangibles de mi desistimiento, de mi dimisión, salven del naufragio mi última razón de vivir » (Notas, 15). Por tanto: nulla dies sine linea, permanentes ejercicios de estilo cuya brevedad permita «que lo que deseamos escribir se halle concluido antes de que la conciencia de su mediocridad nos impida continuarlo» (Notas, 223). Incluso la aspiración-límite formulada con drástica coherencia en el siguiente auspicio: «Si es menester, que la lucidez del orgullo nos conduzca a la humildad y que el amor a las palabras nos entregue al silencio » (Notas, 14).
Por lo demás, Gómez Dávila sabe cuán ridícula es la condición del escritor sin talento, semejante a la de un «eunuco enamorado» (Notas, 314). Por eso es preciso prestar atención para no burlar los límites de la propia fragilidad, ateniéndose al ethos del la humildad: «No veo en estos cuadernos el repositorio de raras revelaciones; me contento con arrancar a mi estéril inteligencia unas pocas centellas fugitivas» (Notas, 16). La esperanza es que, teniendo paciencia, surjan un día abundantes las palabras capaces de colmar la existencia insular del escritor: «Humildemente acepto que me circunde un ancho silencio; pero haced, Dios mío, que las palabras pueblen mi soledad y labren en ella sus ricas mieles» (Notas, 93).
De contemptu mundi
En la casualidad aparente de su caleidoscopio vertiginoso de aforismos se reconocen algunas configuraciones estables que revelan su visión del mundo: una fe perdurable en Dios, en su omniciencia y omnipotencia, y una desconfianza igualmente radical en el hombre, al cual considera un problema sin solución humana. Una adhesión tenaz a la antigua raíz del catolicismo, a su espíritu tradicionalista más severo, y un rechazo igualmente obstinado de los valores transitados de la modernidad: la razón, el progreso, la emancipación, la larga marcha de la humanidad hacia lo mejor. Una versión exacerbada del medieval contemptus mundi y un rechazo igualmente neto y no negociable de la esperanzada antropología humanística de la dignitas hominis. En fin, un tradicionalismo intransigente e intolerante en el que sólo el estilo rescata las ideas, y que culmina en una espeluznante constatación: «Este siglo se hunde lentamente en un pantano de espermo y de mierda. Cuando manipule los acontecimientos actuales, el historiador futuro deberá ponerse guantes» (Escolios I, 220).
Si las cosas son realmente así, ya no es posible ser «conservadores» porque ya no hay nada que conservar sino sólo para demoler. Hay que ser simplemente reaccionario, lo que para Gómez Dávila quiere decir: inteligente.
Surge aquí una singular tonalidad en su tradicionalismo. Entre las dos versiones doctrinales del cristianismo: la agustiniano-pascaliana de tendencia fideísta y espiritualista, y la aristotélico-tomista, de impronta racionalista y escolástica, Gómez Dávila elige la primera. No para descartar la razón y dar lugar exclusivamente a la fe, sino para valorar la verdadera inteligencia, la de comprender que en una materia altísima como ésta, demostrar y argumentar significan «perder un tiempo que podríamos consagrar a pensar» (Notas, 214). Y al final llega puntual su confesión: «Más que cristiano, quizá soy un pagano que cree en Cristo » (Escolios I, 316).
La espina de la carne
¿Pero cómo se hace para ser inteligente? ¿Cómo se constringe la lucidez? Los prontuarios de inteligencia inevitablemente van a caer en “estupidarios”. Puesto que no hay recetas, sólo vale una única recomendación: «Que ante todo espectáculo, enfrente a cualquier circunstancia, el espíritu se asome a sus propias ventanas, los ojos abiertos, dilatadas las narices» (Notas, 222).
El hecho es que la inteligencia exasperada puede volverse estéril. Perderse en lo abstracto. Cerrarse y clausurarse. Contra este riesgo, bien en el medio de sentencias metafísicas, Gómez Dávila no duda de llamarse a la realidad densa y sensual de la carne. Para escándalo del mojigato proclama: «Un cuerpo desnudo resuelve todos los problemas del universo» (Escolios I, 127). Un brisa de frescura, que nos induce a desear y a insistirle con una pregunta: ¿quizás entonces el suyo es un contemptus mundi sólo aparente? ¿Un desprecio que, en realidad, se las agarra contra el mundo moderno? ¿O tal vez es el muelle al que se llegó con la madurez de los años, una vez que se dejaron de lado las que con irónica suficiencia define en un momento dado como «ideas de leche»? Escuchemos su explicación, probablemente autobiográfica: «Como los dientes de leche, existen las ideas de leche. ¿A qué edad comenzamos a cambiarlas?» (Notas, 221).
La imagen granítica del catolicismo tradicionalista se hace trizas, y se abre así una perspectiva genealógica que explica sentencias por otra parte incompatibles. El joven Nicolás no es el mismo que el viejo. En el primero irrumpe, como contrapeso de la inteligencia, una incontenible sensualidad. La carne en su desear inextinguible. La vida como el más poderoso excitante. Ellas son las que mantienen vivo el fuego de la inteligencia: «Mejor no ser nunca nadie, mejor no ser nunca nada que matar en nosotros el deseo, que extinguir nuestra sed » (Notas, 23). Por lo tanto, podemos afirmar que «la inteligencia que olvida o desprecia los gestos voluptuosos desconoce la densidad que presta al mundo la oscura presencia de la carne» (Notas, 20). Pero vale también lo contrario: «No habremos aprendido a gozar sensualmente el mundo sino cuando el gesto que palpa se prolongue en arabesco de la inteligencia» (Notas, 175). Este es el principio de una metafísica de la sensualidad que percibe como espejismo el inalcanzable punto de equilibrio entre la carne y la inteligencia.
Detrás de esta intuición, no hay sólo teoría. Está la vida vivida. Está el mismo Gómez Dávila. «Siento que mi existencia sólo tiene dos puntos de plenitud y de equilibrio... Mi ser se cumple sólo en la yerta cumbre de la idea o en el valle bajo y sofocante del erotismo. La meditación más abstracta sobre el espiritu, sus normas, sus principios, o la tibia selva de los gestos voluptuosos. Sólo me conmueve el lívido amanecer que me encuentra desesperado ante el problema insoluble o ante el cuerpo inviolable, que ni siquiera su complicidad traiciona» (Notas, 111).
Se advierte aquí la inclinación al vértigo, al desequilibrio, a la caída. La sensualidad, fuerza irresistible que ejerce sobre todos los seres vivientes una atracción fatal, se convierte en el pretexto para una exaltación mágica, una ocasión para la trascendencia: «¡Ah! Perderse en una espesa selva tenebrosa y carnal. Aspiramos a una posesión demoníaca, per solamente hacemos el amor» (Notas, 33).
Pero la sensualidad exasperada trae efectivamente consigo un probema teológico: «Es el refugio del hombre desposeído de Dios, el último recinto donde su desesperación se encara contra la divinidad que lo abandona » (Notas, 315). La obra blasfema del Divino Marqués pone en escena el problema en toda su crudeza: ¿qué queda del hombre, después de la muerte de Dios, si no la naturaleza terrorífica de sus pulsiones? « La obra de Sade es la única tentativa coherente de construir un universo rígidamente vacío de las tres Virtudes Teologales. El universo de Sade es el universo de la absoluta ‘finitud’» (Notas, 314-15). Es la antropología negativa más coherente porque «cuando Dios muere, el hombre se animaliza» (Notas, 327). Por lo tanto, no nos hagamos ilusiones: «El hombre es un animal que imagina ser hombre » (Escolios I, 140).
Un día cualquiera incluso tendrá que escribir una Crítica de la razón erótica. Ella deberá establecer las condiciones de posibilidad de una “metafísica sensual” capaz de salvar nuestra carne y nuestros cuerpos. Frente a la evidencia de que «todo nace y todo perece», se insinúa una hipótesis: «Quizás lo único que no sea vanidad es la perfección sensual del instante» (Notas, 236). Poner en suspenso el devenir destructivo del tiempo es una quimera que vale la pena soñar: «¡Que ese cuerpo que duerme abandonado junto al mío y esa dulce curva que nace de la nuca y fluye hasta el vientre no perezcan!» (Notas, 82).
El peso de la lucidez
Pero la vida, en su tendencia a perderse, en su mentirse a sí misma, nos arroja a la mediocridad con inexorable melancolía. O nos abandona, dejándonos suspendidos entre la inutilidad de las prescripciones y la estupidez de las prohibiciones, incapaces de decidir y actuar: ¿no tomamos decisiones porque creemos en la sabiduría de las decisiones que la vida toma por sí misma, o creemos en la sabiduría de la vida porque somos incapaces de tomar decisiones? La vida nos empuja entonces hacia una lúcida y desesperante desolación: «Días enteros pasados sin pensar en nada, sometidos a la tiranía y al capricho del momento. ¿En qué piensan los otros? Esta interrogación me parece un problema, hasta que recuerdo la oquedad en la que vago días enteros como en un largo y lento lago azul» (Notas, 228).
Y sin embargo también del abismo de este lago emerje, impenetrable, el sentido de superioridad que garantiza la inteligencia: «Para crear alrededor mío la zona de silencio y tranquilidad necesaria a la vida que no quiere hallar sino en sí misma la causa de sus ocupaciones y de sus quehaceres, he encontrado útiles ante todo la buena educación y la mala fe » (Notas, 102). Dos virtudes indispensables en una sociedad en la cual quien propone una idea inteligente «se siente pronto tan incómodo como si hubiera introducido un elefante » (Notas, 343).
Regla de vida imprescindible en este mundo, la sobriedad sigue en pie: ser indiferentes sin cinismos y apasionados sin entusiasmo. Y si es posible, dedicarse a la mejor ocupación: el pensamiento. Tan independiente, placentero y gratificante como para hacernos olvidar hasta la mediocridad de nuestros pensamientos. La esperanza es que la luz de la inteligencia no se extinga y ilumine el inerte cono de sombra que toda existencia arrastra tras de sí: «Quisiera obligarme a no dejar morir un solo día en la inconsistencia hebetada con que lo vivo. Quisiera que, en la noche, su esencia se concentrase en una gota pura de lucidez » (Notas, 342).
Ese poco en qué creer
En definitiva no queda más que atrincherarse en nuestra ciudadela interior, montando guardia en las entradas de la frágil singularidad de la que somos soberanos. Bien, pero si «el filósofo está hecho para vivir indiferente a todo» (Notas, 77), ¿qué respuesta podríamos dar alguna vez a las tres célebres preguntas de origen kantiano: qué pensar, qué hacer, en qué creer?
En el río del tiempo que destruye, todo está destinado a terminar en la misma transitoriedad de la que proviene. Todo va a terminar en el fondo del mar del relativismo y de la precariedad, es decir, en la duda, y nosotros «pasamos nuestra vida golpeando, siempre, a la misma puerta cerrada» (Notas, 243). Sólo la historia, que todo lo abarca, parece capaz de una totalidad. Escepticismo existencial e historicismo ontológico son las inevitables conclusiones: «Mis santos patrones: Montaigne y Burckhardt» (Escolios I, 428). El maestro de la skepsis es también el de la historia.
Y sin embargo, «la historia no resuelve ninguno de los problemas que plantea» (Notas, 89), puesto que «la verdad está en la historia, pero la historia no es la verdad» (Escolios I, 245). Para salir de la aporía, hace falta una sabiduría capaz de conciliar fugacidad y permanencia, relatividad y absoluto, inmanencia y trascendencia: una «sabidruía perfecta» que ame «las cosas pasajeras porque pasan y las cosas eternas porque duran » (Notas, 178), y sobre todo que no pretenda «enseñarle a Dios cómo se hacen las cosas » (Notas, 327). Solamente así la inmanencia encuentra un punto de fuga hacia la trascendencia, la temporalidad puede anclarse a un valor y alcanzar la certez de que, más allá de la finitud, se levante y perdure el Eterno. Por lo tanto, es preciso correr el riesgo de imprimir un sentido metafísico a las cosas, y vivir en el mundo como si no fuéramos de este mundo: «Aún sabiendo que todo perece, debemos construir en granito nuestras moradas de una noche» (Escolios II, 191).
Esta es la perspectiva de la «metafísica sensual » en la cual todo ser coincide consigo mismo y con la propia singularidad, hallando aquí, y sólo aquí, el propio sentido. Colaboran con esta empresa el arte y la religión. «El mundo, sin la interpretación del arte, sería como las fotografías de la superficie de la luna» (Notas, 266). ¿Y la religión? ¿La verdadera religión? «Es monástica, ascética, autoritaria, jerárquica» (Escolios II, 94), incluso si «no es un conjunto de soluciones, sino un conjunto de problemas» (Notas, 288), e incluso si «ella no explica nada, sino complica todo» (Escolios I, 282). Nos regala, sin embargo, más allá de todo ente, la evidencia deslumbrante del Ser absoluto: «La única cosa de la cual nunca he dudado: la existencia de Dios » (Notas, 112).
Bien, ¿pero cuáles son las verdaderas pruebas ontológicas que la demuestran? Una vez más, Gómez Dávila está a un atisbo de la herejía: «A través de la belleza de una frase, de una forma, de un volumen; a través de lo que una presencia humana impone con autoridad serena; a través de su nobleza, su orgullo, su esplendor, su sufrimiento, su dicha; a través de la pasión intelectual que anhela una ascensión áspera, abrupta; es, así, a través de una dialéctica carnal que Dios aparece a mi razón, de manera tan irrefutable como deslumbra mi fe» (Notas, 339). Hasta el ateísmo, pues, se convierte en una demostración de la existencia de Dios.
Con admirable coherencia, Gómez Dávila se describe a sí mismo de este modo: «Sensual, escéptico y religioso, no sería quizá una mala definición de lo que soy » (Notas, 246).
Una voz inconfundible y pura
Es cierto que, en verdad, su obra parece brotar desde la nada. Inactual, incomparable, inclasificable. Una obra que proviene de una inteligencia que no piensa ni los pro ni los contras. Que no piensa dialécticamente, sino diversamente. Que sigue su camino impertérrita y sin indulgencias: «No debemos pensar para nuestro tiempo o contra nuestro tiempo, sino fuera de nuestro tiempo. Y que esto sea imposible, ¿qué importa? pues es ante todo una exigencia de principio y una regla del método » (Notas, 44).
Ignorados hasta hace poco tiempo, los sorprendentes aforismos de Gómez Dávila mientras tanto están circulando y encontrando resonancia en todos lados. Lo que le interesaba no era tanto la fortuna que tuvieran, sino que su voz, que amaba esconderse entre pocas palabras, fuera conservada en la memoria de los hombres: «No es una obra lo que quisiera dejar. Las únicas que me interesan se hallan a infinita distancia de mis manos. Pero un pequeño volumen que, de cuando en cuando, alguien abra. Una tenue sombra que seduzca a unos pocos. ¡Si! Para que atraviese el tiempo, una voz inconfundible y pura» (Notas, 340).
De cuando en cuando, en noches de insomnio, hemos abierto sus páginas. Hemos escuchado su voz inconfundible y pura. A continuación su solitaria meditación. Desde entonces, sus Escolios se han convertido en nuestro libro de cabecera.